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 PlanetaLABORAL

Mi tío Alejandro, el inmigrante

Tío Alejandro.jpg

Gustavo A. Saturno Troccoli.

Profesor de Derecho Laboral en Universidad Interamericana de Panamá.

Laureate International Universities.

Ciudad de Panamá, diciembre 2018.

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Los recuerdos del pecho se reavivan,

¡Que hable el tiempo que fue!

Va pensiero. Giuseppe Verdi.

Alejandro De Santis solía visitarnos de tanto en tanto, con el principal cometido de cortarle el cabello a mi papá. Casi siempre venía en lunes, porque ese día la barbería del Centro Altamira -donde había trabajado por muchos años- permanecía cerrada. Y el en vez de tomarse ese tiempo para descansar un poco, lo aprovechaba para seguir cortándole el pelo a un selecto grupo de familiares y amigos, a quienes concedía el privilegio de un servicio a domicilio y sin costo.

Yo siempre me lograba colar en su lista y aprovechaba la ocasión para afeitarme también el mío, aunque lo cierto es que mucho antes de iniciar ¨la rutina de los lunes¨, mi tío cortó mi cabello desde que era un niño. Y lo siguió haciendo, sin solución de continuidad, hasta que un día, por el paso implacable del tiempo, ya no hubo más que cortar.  

Recuerdo especialmente que entre las herramientas que portaba, había un antiguo potecito de talco menen -construido a base de aluminio- que él siempre recargaba con polvos de cualquier marca, una vez que su contenido se había consumido. Además, traía una antiquísima navaja barbera que había logrado rescatar de un incendio que acabó con una de las peluquerías donde había trabajado.

Me resultaba especialmente curioso que aún cuando aquel viejo potecito estuviere oxidado por el paso de los años, y que el sujetador de nácar de la antigua navaja estuviere desfigurado por los efectos de las llamas, mi tío cuidare ambos utensilios como si se tratasen de unas reliquias sagradas.

 

En efecto, una vez que iniciaba su faena, no pasaba un minuto cuando ya te estaba contando la historia detrás de cada herramienta. Así comenzaba una tertulia entretenida y amena sobre los más variados temas, porque Alejandro, además de un buen conversador y conocedor de las más fascinantes historias, fue un hombre extraordinariamente culto.

Era individuo tranquilo y reservado, con el don que tienen los consejeros espirituales. Por eso logró convertirse en el confidente de muchas personas, que -además de un corte- recibían de mi tío un bálsamo para su alma.

Sin embargo, contrario a lo que suele decirse de los barberos, Alejandro se mantuvo siempre lejos de los chismes y las habladurías. De hecho, debo de confesar que, en más de una ocasión, frente a una pregunta indiscreta de mi parte, mi tío guardaba silencio o me cambiaba sutilmente el tema.

Allí me daba cuenta que Alejandro, como los buenos abogados, cumplía -fiel y celosamente- con su deber del secreto profesional. Porque mi tío fue, ciertamente, un profesional.

Por cierto, muchos de sus clientes fueron abogados, algunos muy prominentes y conocidos en el Foro capitalino. Por eso, perdí la cuenta de los juristas que me dijeron que Alejandro había sido su barbero de toda la vida.

Un caso particularmente curioso fue el del Profesor Chibly Abouhamad (QEPD), el famoso Maestro de Derecho Romano y de Familia, quien a pesar de no ser muy amigo de las tijeras, buscaba cualquier excusa para salir de su bufete (vecino a la barbería) y visitar un rato a mi tío. Chibly lo apreciaba mucho, aunque rara vez lo dejaba tocar su prodigiosa melena.   

 

Pero, al grano. Recuerdo especialmente la ocasión en la que, a petición de mi papá, mi tío me contó una historia que me marcaría para siempre: la de cómo transcurrieron sus primeros días en Venezuela, después de verse obligado a emigrar de su Italia natal.

Fue así como me enteré, entre los chasquidos de sus tijeras, que Alejandro De Santis era un desertor de la Segunda Guerra Mundial, pues luego de ser reclutado -como tantos italianos- por el ejército de Mussolini, aprovechó una de las tantas confusiones que se generaron a partir de la Operación Husky, de la posterior caída del Duce y de la firma del armisticio de 1943, para escabullirse definitivamente del conflicto.

Huyó de una guerra contraria a sus principios y estilo de vida, para introducirse en las profundidades de los campos italianos. Y junto a un compañero de armas que lo acompañó en la aventura, se instaló en la granja de una pareja de ancianos que, a cambio de cortar leña y trabajo duro, le ofrecieron escondite, cama y comida.

Tras la firma de la capitulación alemana de 1945, Alejandro emprendió -caminando- su regreso a casa. En la travesía -que fue de cientos de kilómetros- pudo observar cómo su país había quedado destruido material y moralmente. Porque aún cuando el más grande conflicto de la historia, ciertamente, había terminado, acababa de comenzar también la no menos traumática postguerra italiana.

Por eso, la felicidad del reencuentro familiar le duraría poco, y no tardaría en llegar la decisión que lo sacaría del país.

Fue así como llegó al lugar donde partían las naves para tierras muy lejanas; el de las amargas despedidas, el mismo que sirvió de inspiración para las canciones napolitanas más desgarradoras. Y, como un personaje del cuento Los Inmigrantes, de Don Rómulo Gallegos, emprendió su viaje hacia Venezuela.

Cuando desembarcó en el puerto de La Guaira, sólo, sin saber muy bien dónde estaba, ni hablar pizca de español, sin un centavo en el bolsillo, ni Whassap o Facetime, para avisarle a su familia que había llegado, mi tío simplemente caminó hacia donde iba la gente que desembarcaba del barco.

Llegó así a unos carros que -por cinco bolívares “por puesto”- trasladaban a los viajeros hasta la antigua parada de taxis de Caño Amarillo. Alejandro, desde luego, no tenía dinero con qué pagarle al conductor, pero logró conseguirlo gracias a la generosidad de otro italiano que, conmovido por su situación, le pagó el pasaje. 

Emprendió entonces su viaje a Caracas por una carretera ondulada que ascendía entre unas montañas vírgenes que retrataron frente a sus ojos un paisaje que jamás olvidaría.

Ya en la ciudad, el mismo italiano que lo había ayudado con el pasaje, lo ayudó también a instalarse en una pensión de una compatriota de ambos. La italiana solidariamente aceptó hospedarlo, a pesar de que Alejandro no tenía cómo pagarle. Tendría que hacerlo -eso sí- en un tiempo perentorio y apenas consiguiera trabajo.

Fue entonces cuando le hicieron la pregunta que cambiaría su vida: –¿Qué sabes hacer Alejandro?–. –Cortar cabello–, respondió mi tío.    

Eso fue lo primero que se le vino a la mente -y no porque fuese un barbero experto o consagrado, sino- porque algo había aprendido en sus días como soldado.

Así, después de deambular algunos días por la ciudad, sin conseguir el trabajo tan ansiado, la oportunidad -por fin- llamó a su puerta: era víspera de año nuevo y el barbero de la zona había enfermado. No había entonces quien atendiere a las decenas de venezolanos que deseaban un corte para tan especial ocasión, pues si hubo una costumbre arraigada entre nosotros, fue precisamente la de los “estrenos” de Navidad y Año Nuevo.

Me dijo entonces que fueron a buscarlo a la pensión, y que después de ser llevado casi en hombros a la barbería, comenzó a cortarle el pelo a un sinnúmero de personas.

Inició sus labores a primera hora de la mañana y terminó cuando ya el sol había casi desaparecido. Uno tras otro, la lista fue interminable. Alejandro no comió, ni descansó ese día. Ni siquiera tuvo tiempo para ir al baño. Solamente cortó pelo.

Al final de la jornada había logrado reunir unos sesenta y tantos bolívares, que le permitieron pagar la cuenta de la pensión y, además, sentir el alivio de quedarse con un poco de plata en el bolsillo.

Ya en la noche, exhausto por el trabajo, pero también contento por el dinero que había logrado recolectar, se dispuso a despedir al viejo año. Se vistió entonces con el único traje que tenía y salió al pasillo de la vecindad para tomar un poco de aire fresco. Como no conocía a nadie, optó por sentarse en una de las sillas del área social a ver si tenía la suerte de encontrase con alguien.

Las horas transcurrieron y nadie apareció. Los cañonazos y la algarabía le anunciaron la llegada del nuevo año. Fue -entonces- en ese momento, cuando mi tío, cayendo en cuenta de lo que le había sucedido, lloró desconsoladamente.

Quedé impactado con aquella historia, a pesar de que la suya -como dice la canción- “se parece a muchas más”. Por eso, cada cierto tiempo le pedía que volviera a contármela.

Lo que nunca alcancé a imaginar en aquel tiempo, fue que yo -algún día- también me vería obligado a partir de Venezuela. Y que aquella historia tan dramática -que ya me había marcado en una ocasión- pasaría a convertirse en una de las lecciones más importantes de mi vida.

Hoy, como nunca antes, me siento orgulloso de mi tío Alejandro, porque después de haber experimentado la emigración en carne propia, he logrado comprender cómo detrás de aquel aspecto humilde y sencillo del buen barbero, se escondía un hombre de una gran entereza e inteligencia emocional.


Decía una vez Francisco Suniaga que sólo quien ha emigrado sabe que no hay mayor incertidumbre que aquella que persigue a quien decide cruzar su frontera y dejarlo todo atrás. Y mi tío saboreó bastante de esa incertidumbre, porque además de ser un genuino emigrante, lo fue en uno de los momentos más oscuros de la historia.

Al final, superó los obstáculos y salió adelante. Logró insertarse en una sociedad amable y receptiva, que lo acobijó -e hizo suyo- una vez que se dio cuenta de que era un hombre bueno. Y nunca -pero nunca- ninguna adversidad lograría doblegar su noble espíritu, su don de gente y aquella inigualable paz interior que lo acompañó por siempre. 

Más adelante conoció a Eleonora -la hermana menor de mi papá- y se casó con ella. No regresaría nunca más a vivir en Italia. Y aunque no fue un hombre de grandes riquezas materiales, cada vez que lo increpaban para decirle por qué no era millonario como tantos italianos venidos a Venezuela, respondía que sí lo era, pues había logrado construir, al lado de mi tía, tres grandes edificios: mis primos. Hoy todos profesionales exitosos en la arquitectura, economía y medicina, respectivamente.    

Mi tío Alejandro fue un hombre bueno, sencillo y disciplinado, pero, sobre todo, fue un hombre íntegro. Y hoy que le tocó emprender su viaje a la eternidad, yo no podía dejar de rendirle un modesto pero sentido homenaje.

Buen viaje querido tío. Ya sé que hoy los ángeles y los santos lucirán su mejor corte.

Quanta Malincunia...

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