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 PlanetaLABORAL

El Alma de la Toga

Presentado ante la Universidad Católica Santa María La Antigua, en la Ciudad de Panamá.

Marzo - 2017

Gustavo A. Saturno Troccoli.

Profesor de Derecho Laboral en Universidad Católica Andrés Bello.

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En la Cátedra "Ética y Trabajo" de la Maestría en Derecho Laboral, que se dicta en la Universidad Católica Santa María La Antigua, de la Ciudad de Panamá, me tocó analizar un capítulo del libro: “El Alma de la Toga”, de Ángel Ossorio, en el que el autor debate sobre si es conveniente que los abogados, procuradores, jueces o fiscales, usen la toga en determinados momentos de su vida profesional.

 

Comienza el Dr. Ossorio formulándose una pregunta fundamental: “¿Qué relación puede existir entre la justicia y un gorro poligonal de ocho lados?”, refiriéndose al birrete que de ordinario acompaña a la toga.

Me detuve en esa pregunta y antes de continuar mi lectura y de saber cómo el autor hacía para contestarla, me propuse averiguar qué es la toga, cuál es su origen y por qué ha sido utilizada por los abogados en los juzgados, desde tiempos inmemoriales.

Así, me encontré que según el Diccionario de la Real Academia Española, la toga es el “traje principal y exterior y de ceremonia, que usan los magistrados, letrados, catedráticos, etc., encima del ordinario”. De tal modo, pude confirmar lo que ya sospechaba: el significado de la palabra "toga" está asociada con los abogados.

 

En cuanto a su origen, la mayoría coincide que la toga se usó por primera vez en la Antigua Roma, en donde sirvió como vestimenta distintiva de la ciudadanía romana. Sólo los varones romanos podían portarla, mientras que para los bárbaros estaba prohibida. Las mujeres romanas, por su parte, vestían con stolas.

De este modo, la toga se convirtió en el signo del progreso de la civilización romana, tanto como para que el poeta Virgilio pudiera inmortalizar su frase: Romanos, rerum dominos, gentemque togatam (romanos, señores del mundo, los que visten con togas).

En aquel tiempo, la toga era una larga tela de lana de 6 metros, que se enrollada alrededor del cuerpo. No era negra sino blanca, aunque en ciertos casos especiales se usaban de otro color. Por ejemplo, la toga pulla sí era de color negro o gris oscuro y se usaba en los casos de luto. La toga picta era de color púrpura con finos acabados en oro y la portaban cónsules y pretores para presidir los circos romanos. Finalmente, la toga trabea era de diferentes colores con una banda púrpura y la usaban los caballeros como vestidura de gala.

Sin embargo, el antecedente más remoto de la toga que hoy conocemos, está en la toga praetexta, utilizadas por los pretores al momento de administrar justicia.

Ya en los siglos XII y XIII, la toga era utilizada en los estrados de los tribunales reales ingleses. Algunos dicen que se usaban como disfraz, para mantener a los jueces en el anonimato y así evitar que fueran agredidos por los familiares del condenado, después de dictada la sentencia. Sin embargo, otra versión señala que como quiera que la justicia se administraba “en nombre del Rey”, supuestamente elegido por Dios, los jueces debían vestir con ropas parecidas a las de aquél, para así reforzar la vinculación entre la justicia y el monarca.

En cualquier caso, al principio, las togas eran unas capas rojas con pañuelos blancos, acompañadas de una peluca blanca. Después cambiaron al color negro, cuando en 1694, según la leyenda, los magistrados ingleses la portaron así en señal de luto, en el velorio de la Reina María II de Inglaterra

Por cierto que los detractores de la tradición de portar togas fuera de Inglaterra, se valen frecuentemente de este acontecimiento para alentar su eliminación en los tribunales. El argumento es: ¿Por qué los abogados de otros países tenemos que seguir rindiéndole luto a una Reina que no fue nuestra y que, además, murió hace más de tres siglos?  

En los Estados Unidos de América, después de su independencia -y quién sabe si basado en el argumento anterior- se eliminaron el uso de las togas entre las partes, defensores y fiscales; solo los jueces debían usarla, pero sin las pelucas típicas de las cortes inglesas.

En cuanto al uso de las togas en el mundo académico, se dice, el hecho tiene su origen en la Universidad de Toulouse de la Edad Media, que la dispuso inicialmente para el Rector y sus consejeros. Luego la Universidad de París la extendió a profesores y personas distinguidas, y después el Ministerio de Cultura de Berlín, estableció un color para cada Facultad. En México, la UNAM tiene un Reglamento de la Toga Universitaria, desde 1949.

Pero independientemente de sus orígenes y volviendo al libro de Ángel Ossorio, nos preguntamos como el autor: ¿Es necesario que los jueces y abogados tengan que usar la toga en determinados momentos de su vida profesional? ¿Se puede afirmar que la toga tiene un “alma” distinta a quien la porta, como lo sugiere el título de la obra de Ossorio?

Para responder esa pregunta, el autor, de origen español, narra la experiencia vivida por él en Argentina, cuando unos amigos cuestionaron el uso de la toga en España. El argumento era muy sencillo: “el hábito no hace al monje”…ni la toga al magistrado.

En tal sentido, decían sus amigos argentinos: “no es más religioso el que va a la procesión con cirios, sin perjuicio de vivir en libre adulterio”. Además, “la casulla no es religión, ni la bandera patriotismo, ni la toga justicia”. Finalmente, para tratar de convencer a su amigo, le formularon una pregunta capciosa: ¿Es acaso más patriota el que saluda ceremoniosamente la bandera o se coloca la mano en el corazón al oír el himno, pero luego defrauda al tesoro nacional? Ciertamente, no.

Sin embargo, Ángel Ossorio, contrario a la opinión de sus amigos, reivindicaba el uso de la toga, pero no como la esencia de la justicia, sino como un símbolo perceptible de una idea o de un valor, con rasgos asociados por una convención socialmente aceptada. El punto es que la sociedad necesita y se vale de símbolos para sobrevivir, pues no existe un pueblo ideal, totalmente puro, que “haga el bien, por el bien mismo”. Porque si así fuera, no harían falta las leyes, los castigos, los policías…ni tampoco las togas.

En tal sentido, dice el autor: “quítale el uniforme a un ejército y terminará convertido en una horda”. Y, tiene razón, porque el uniforme ha sido siempre un símbolo de disciplina, en todos los ámbitos. Quítales también el uniforme a los niños de una escuela, y los problemas de disciplina se incrementarán. Los símbolos son, pues, necesarios, porque “no existe ese pueblo soñado” en el que no hagan falta las reglas, concluye el autor.

Ahora bien, ciertamente, un símbolo, por sí solo, no es suficiente para tener más seguridad, mejor salud, más disciplina, ni una verdadera justicia. No se trata de que un abogado cambie sus valores al ponerse un traje, o que pueda ponerse la toga, antes que la integridad, pero la falta de símbolos podría conllevar también, como dice el autor, al “rebajamiento de las esencias”.

Y cómo no van a ser importantes los símbolos en un tema tan delicado y sensible como la administración de justicia. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, las decisiones de los apenas nueve magistrados que integran la Corte Suprema de Justicia de ese país, afectan a más de 300 millones de personas.    

De tal modo, el uso de la toga está más que justificado, tanto para quien la porta, como para el que la contempla. Y cumple, en ese sentido, al menos dos funciones indiscutibles: para quien la lleva, es símbolo de freno e ilusión; freno de cualquier exceso, pues la toga representa, más allá de quien la usa, a todos los abogados. Así, cuando un abogado se excede en su conducta portando una toga, no se desprestigia solo él, sino que corre el riesgo de desacreditar a todos los abogados. Entonces, es cierta la afirmación que hace el autor en el título de su obra, respecto a que la toga posee un alma propia: el alma de todos los abogados.

Pero la toga es también ilusión para quien la porta, porque, como decía C.G Jung, “cuando se desea investigar la facultad del hombre para crear símbolos, los sueños resultan el material más básico y accesible para este fin”. Entonces, si los símbolos surgen de los sueños, como dice Jung, la toga es ilusión porque es también símbolo.

La toga cumple también dos funciones para quienes la contemplan: diferenciación y respeto. El piloto de un avión no es un pasajero más en el vuelo, por eso porta un uniforme que simboliza la confianza de los viajeros. El abogado tampoco es uno más en el tribunal, por eso entonces se pone la toga.

Ahora bien, una discusión similar a la que tuvo el autor del libro con sus amigos argentinos, a principios del siglo XX, se presentó en Inglaterra un siglo después, a principios del XXI. Se preguntaron los ingleses en el año 2002: ¿Deben los jueces continuar utilizando togas y pelucas? Los abolicionistas de la tradición decían que las togas y pelucas eran innecesarias, además intimidan a la gente, dan aires de grandeza a quienes la portan, están pasadas de moda, dan la impresión de desapego con la realidad y, por si fuera poco, se ven “ridículas”.

Se hizo entonces una encuesta en la que le preguntaron a 1571 ingleses comunes y 506 personas vinculadas a las cortes, lo que pensaban. El resultado: dos tercios apoyaron la idea de simplificar los trajes. Sin embargo, sorprendentemente, 68% dijo que debían mantenerse en los juicios penales, no se sabe si por la función del anonimato que cumplen, o por mantener la formalidad y simbología en casos tan delicados como esos. Una encuesta igual había sido realizada diez años antes, en 1992, y el resultado fue exactamente al revés: 2/3 apoyaron que las cosas quedaran iguales. Así, en tan solo diez años, las personas han cambiado su apreciación frente a ciertos símbolos.

El debate está, pues, servido. Para el autor de la obra si bien no hay que sacar de sus límites los valores puramente alegóricos de la toga, tampoco cabe suprimirlos caprichosamente, “porque ni fue arbitraria su invención, ni se borran de cualquier modo los hechos seculares”. Para mí, la toga en los abogados sigue siendo hoy un símbolo de freno, ilusión, distinción y respeto, tanto como para los romanos lo fue “de progreso” en su momento.

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